viernes, 21 de mayo de 2010

Sonríe



“Sonríe”

No podía sonreír. Era una costumbre suya, antes de ir al trabajo. Y ya era fecha de regresar al trabajo. Cada madrugada, cuando todavía estaba obscuro, después de ponerse una aseada y bien planchada camisa y haberse afeitado con navaja para quedar impecable cómo le había enseñado su padre, le sonreía a su contraparte del otro lado del espejo.

“¿Listo para conquistar chicas, galán?”

Y es que su padre -papi decían los maricones- no le había dejado mucho. Recordó su gesto estoico y severo cómo una máscara inexpresiva y su corto y áspero cabello cano. Había sido un militar destacado venido a menos en su vejez, y solo le había dejado esa navaja y algunos traumas, cómo el provocado por mandarlo a la primaria en fechas especiales con traje de marino con todo y espadín, sin importarle que sus compañeros se burlaran de él. No es que hubiera sido un mal hombre, pero sus menos desagradables recuerdos sobre él giraban en torno al rito masculino de afeitarse y al rito también masculino de ir al masculino de ir al –somos bolsas de huesos y órganos- campo de tiro. Elimino el exceso de crema de afeitar de la hoja. Antes de abrir la llave para que el agua se lo llevara, espantó de un soplido suave a una diminuta mosca de la fruta apergollada a la concavidad del lavabo color pastel. Se habían hecho muchas con el calor, pero no le importaba. Le llamaba la atención la incapacidad de esa especie de detectar el peligro que representaba el agua, corriendo hacia la obscuridad del desagüe. Alguna vez vio un documental en el que una serpiente atacaba a una rana una, dos, tres veces y fallaba cada vez sin que la rana se diera cuenta de su suerte. A él le gustaban esos bichos, no zumbaban y no le causaban la repugnancia que las moscas mas grandes sí y nunca las mataba si lo podía evitar.

“!Pero si eres un buen tipo!. ¿Listo para conquistar chicas, galán?”

Pero claro él ya había conquistado a su chica. Saldría del cuarto de baño, le sonreiría a Jeannie, su sol, de pelo castaño de un rubio teñido que a él le encantaba a pesar de no ser fanático de las mujeres con melenas teñidas. Ella le acomodaría la corbata. Café y waffles. Café de sobre. Qué importaba. A Jeannie le hacía reír la palabra “waffles”.

- Si te sigues poniendo de eso en el cabello se te va a caer todo. En serio, huele fuertísimo, te vas a quedar calvita

- Entonces ya vamos a tener para ponerte a ti un poquito, querido – diría señalándole con un suave dedito las entradas

Eso le gustaba de ella. En su juventud se había llevado unas cuántas cachetadas de chicas que se tomaban a mal sus comentarios. Y también algunos puñetazos de tipos. Pero ella siempre entendía sus chistes. Con ella nunca se trataba de quien estaba bien y de quien estaba mal, sino de ser felices. Sí, le gustaba mucho. Eso y su sonrisa. Era una sonrisa desprovista de burla y de crueldad. Natural e infantil. Una persona insensible hubiera dicho que su sonrisa le hacía ver la cara rechoncha. Pero que se jodiera esa gente. Cuando sonreía sus mejillas resaltaban casi con impudicia. Era como si nadie la hubiera reprendido jamás por sonreír cuándo no debía. Y así habían sonreído ambos al recibir la noticia de que iban a ser papás de un lindo niñito o niñita. El "trabajo" no iba muy bien, pero a él no le importaba. Él tenía a Jeannie con su sonrisa, sus ojos brillosos y su corona de pelo rubio artificial que había empezado cómo una broma, la mudanza a la casa en la que ahora estaba porque los bebés no debían crecer en departamentos, el futuro.

Y ahora Jeannie estaba muerta.

Había pasado así nada mas y no era culpa de nadie. Había sido una falla eléctrica. Una vez había leído que –¿el ochenta? ¿el noventa?- un alto porcentaje de personas fallecían en su casa por culpa de aparatos eléctricos que fallaban. No había que culpar a las compañías, producían tantos que de vez en cuando un error de fábrica llegaba a manos de los consumidores y no había nada que hacer. Lo siento mucho, dijeron los policías cómo siguiendo una fórmula o contando un mal chiste. Pero no lo sentían. La verdad es que no lo querían sentir. Lo dijeron en un tono aséptico , cómo temiendo contagiarse de la enfermedad que era el dolor sentido por otro hombre mas enfrentado a lo inafrontable. Y él lo entendió. Lo entendió a través todo el proceso carente de significado que siguió a eso.

Entrar. Salir. Firmar papeles. Citatorios. Firmar más papeles. Escoger un ataúd. Arreglos florales. Hablar con familiares anónimos que no compartían la sonrisa tonta ni los chispeantes ojos de Jeannie. Palabras huecas. Él lo entendió. Era casi médico, quirúrgico. Sí, médico. Entendió que el sufría de algo parecido a una enfermedad. Que los deudos, los burócratas y las autoridades trataban de reconfortar a un desahuciado, pero a una distancia pertinente para no contagiarse. Para funcionar.

Y es que, ¿cómo se funciona en un mundo injusto y hostil, dónde a nadie le importa nadie?. ¿Cómo, en un mundo cruel donde están siempre presentes la muerte y el terror y estamos destinados a pelear cómo animales para obtener un mendrugo de pan y unos papeles con denominación solo para regresar al hogar –enfermamente imaginó una hoguera y casi sonrió- y encontrarlo envuelto en llamas con nuestra esposa y nuestro hijo no nacido adentro?. Adentro de la casa Jeannie, adentro de Jeannie un bebé y envolviéndolos a todos al mismo tiempo, cómo en una muñeca rusa asquerosa, el fuego. Todo quemándose. ¿Cómo?

Sí, en negación. Los procesos administrativos, la ceremonia, los himnos religiosos, los pésames de los deudos eran el mecanismo hipócrita con el que la sociedad fomentaba la negación. Así aprendió la gente a fomentar la ¿cordura? ¿locura?. Si definíamos cordura cómo la capacidad de ver las cosas como eran realmente, ¿se podía sufrir de un exceso de cordura?. Sí, seguramente. La mayor parte de las personas funcionales estaban locas, entonces. Todas esas personas ahí afuera, tantas que eran redundantes, estaban tan abstraídas en sus banales ocupaciones que no podían ver al terrible y hediondo monstruo reptiloide de la muerte y la violencia; de las balas perdidas salidas de la pistola de un amable policía; de las muchachitas vestidas de colores alegres solo para combatir una depresión que culminaría en un cadáver inerte, flotando entre agua, jabón y frascos de antidepresivos; de un sistema económico devoto a la acumulación de riqueza y por eso mismo destinado al colapso; de los drogadictos desesperados armados con un abrecartas en un callejón obscuro; de los violadores esperando en el parque, irreconocibles; de las infecciones potencialmente mortales viajando en cada bocanada de aire; de la enfermedad psiquiátrica latente haciendo tick tack en el cerebro del desconocido viajando en el transporte público. Eso era. Veías el mundo de manera muy realista te volvías obsesivo compulsivo, anal y neurótico. La veías de manera poco realista, te volvías esquizofrénico, psicótico o catatónico. Se requería de un punto medio para ser funcional, para vivir en el gris.




(Auchi)

Los ojos bovinos de su propio reflejo le devolvieron la mirada, viendo sin ver, desde el espejo torcido. Vio sus ojeras, su cabello más largo de lo que había estado nunca en un intento de peinado relamido hacia atrás. Absorto cómo estaba en sus pensamientos apenas notó que se había hecho una cortada a todo lo largo del labio superior. Frunció la boca y succionó la sangre, provocando que los vasos capilares expulsaran más del espeso líquido manchándole los labios y dejando caer algunas gotas al lavabo que se había inundado casi ya hasta el borde. Cuándo miró hacia la llave del agua fría fue cómo si viera su reflejo en la botellita al borde del lavabo. El peróxido de Jeannie. Una mujer, o lo que él califico más cómo un maniquí de carne con una blusa colgada y una boca pintada de rojo carmesí, le sonreía desde la etiqueta con ojos muertos. Desenrosco la tapa y asqueado tiro el contenido al lavabo ya casi desbordado. Pero inmediatamente sintió cómo si hubiera cometido un crimen, cómo si al hacerlo hubiera sellado el destino de… ¿de quien?

Cayó una gota de sangre al lavabo. Luego una lágrima. Sumergió la cabeza en el lavabo inundado, escurriendo el agua sucia de crema de afeitar, sangre y peróxido por los lados. Escuchó el sonido que escuchaba cuando se ponía conchas de mar en la oreja cuándo niño o quizás el que escuchó cuando aún estaba en el vientre de su madre. No supo cuánto tiempo estuvo así, abrazado al lavabo. A ratos lloraba. A ratos hablaba en gorgoteos, pronunciando palabras sin sentido para cualquier persona que hubiera podido estar ahí con él, incluyéndole. Pero cuándo finalmente -yo no estoy loco- alzó la cara, salpicando el espejo de humedad, estaba sonriendo. Tomó la navaja deplegable del borde del lavabo y siguió con ella la curva de la sonrisa que estaba congelada firmemente en su cara, de un pálido fantasmal, salpicada de mechones desordenados y decolorados de un color verduzco asqueroso. Cortó a través de sus mejillas cómo si cortara a través de un pedazo de carne de cerdo, exponiendo sus molares, haciendo chirriar la hoja contra el esmalte dental y salpicando su mejor corbata de sangre. Después aplastó una mosca posada junto a él en los mosaicos morados.

Y entonces no sonrió.

SONRIÓ

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